jueves, 3 de febrero de 2011

SOMETIMIENTO DEL OTRO Notas para un tratamiento posible para los abusadores sexuales Lic Llera Daniela Lic. Florencia Borgoglio Palabras Claves: Abus

Palabras Claves: Abuso sexual – estructuras clínicas – sometimiento – compulsión -

El delito contra la integridad sexual, en todas sus formas, es una acción que deja sobre las personas que lo sufren secuelas extremadamente dolorosas. Es necesario entonces, que quienes trabajamos en las cárceles nos preguntemos sobre el tratamiento posible para los sujetos que cometen estos delitos.
Realizaremos en esta presentación un primer recorrido y análisis sobre la evolución de la categoría de abusador sexual, a lo largo de la historia, de las prácticas discursivas que le fueron dando forma y de las modalidades que se han puesto en práctica para su tratamiento. Luego, en un segundo momento abordaremos específicamente una posible dirección en el trabajo analítico con estos sujetos, sin desconocer la particularidad y las limitaciones de cada caso.

Eje 5: Reintegración social a pesar de la prisión

SOMETIMIENTO DEL OTRO
Notas de un tratamiento posible para los abusadores sexuales.

Introducción

El Congreso que nos convoca tiene por tema: “Pensar la cárcel”, a partir de ésta invitación es, que decidimos compartir con ustedes este trabajo, que forma parte de una investigación en curso.
El delito contra la integridad sexual, en todas sus formas, es una acción que deja sobre las personas que lo sufren secuelas extremadamente dolorosas. Es necesario entonces, que quienes trabajamos en las cárceles, nos preguntemos sobre el tratamiento posible para los sujetos que cometen estas infracciones. De tal manera que se les dé la posibilidad de responsabilizarse de los hechos cometidos, y así puedan mantenerse en libertad sin el peligro de la reincidencia, que derivaría en un gran perjuicio para sí y para terceros.
Las medidas que se toman al respecto como la castración química, el constante seguimiento vía satélite de vigilancia, o el registro de violadores , no tiene en cuenta que el acceso carnal de la víctima es solo una de las formas que puede tomar el impulso al sometimiento del otro. Este trabajo es un intento de abordar el problema en su raíz.
Es necesario aclarar que la alta tasa de reincidencia que se supone para este tipo de delitos no tiene el correlato necesario en conceptualizaciones teóricas, que al menos pongan a prueba el axioma que rotula a los abusadores sexuales como incurables o de reincidencia segura.
Muchos de estos pacientes, sin duda, reincidirán, por diversas razones: porque no pueden incluirse en un tratamiento, porque no quieren o porque las variables estructurales no permiten una modificación. Pero aún en esos casos, aportan a la investigación algo valioso: sus límites.

Realizaremos en esta presentación un primer recorrido y análisis sobre la evolución de la categoría de abusador sexual, a lo largo de la historia en diversos países, de las prácticas discursivas que le fueron dando forma y de las modalidades de su tratamiento.
Incluimos a los comúnmente llamados violadores en la categoría de abusadores sexuales, entendiéndose por ellos, a aquel que somete al otro de diversas maneras.
Luego, en un segundo momento abordaremos específicamente una posible dirección en el trabajo analítico con estos sujetos, sin desconocer la particularidad y las limitaciones de cada caso.
La violación cómo fenómeno es una forma de representación social. Está extremadamente ritualizada, varía en sus modos y en su definición formal entre los países, cambia con el paso del tiempo. No hay nada eterno ni aleatorio en ella.
La violación tiene sus raíces profundas en unas políticas económicas y culturales concretas.
Podríamos situar como punto de partida para abordar el análisis de la evolución del concepto, aquel momento histórico en el que el cuerpo se construye como sexuado mediante una gran cantidad de discursos, entre ellos: legales, penales, médicos y psicológicos.
La designación de violador es moderna y se usó por primera vez en una fecha tan tardía como 1883. En el transcurso del siglo XIX, el violador se convirtió en un personaje, con un pasado, un historial clínico y con una infancia. Además de considerarse con un tipo de vida y una morfología determinada. A partir de entonces no sólo se juzga el delito cometido sino que entra en juego la motivación en el mismo. De allí que sea necesario no solo la investigación criminal clásica sino la indagación de las coordenadas estructurales que llevaron al hecho.
En el siglo XVIII, la medicalización de la sexualidad lleva a la violencia sexual al grado de una perversión. La literatura médica y psiquiátrica empezó a propagar por primera vez, a finales del siglo XIX, la idea de que las personas que se dedicaban a prácticas sexualmente abusivas no estaban simplemente expresando sus gustos, sino que eran una categoría diferenciada de seres humanos.
Si la construcción del “violador” es reciente también lo es la idea de consentimiento. En la Edad Media, la representación social de la mujer era la de una propiedad. Una mujer sola, ya sea por viudez, soltería, muerte de su padre, etc. podía ser accedida libremente por cualquier hombre sin que ello constituyera un delito. La idea liberal del consentimiento es una construcción reciente. Las esclavas se consideraban como propiedad absoluta de otra persona y eran incapaces de actuar como agentes individuales. Los conceptos de consentimiento o resistencia estaban fuera de lugar. De hecho, la tensión entre la idea de esclavo como propiedad y la del esclavo como persona alcanza su cota máxima en los casos de violencia sexual. Cuando se procesaba a hombres por violar a esclavas, la persona que interponía la acción judicial no era la victima sino su dueño.
Los debates acerca de a quién se le permite tener relaciones sexuales consensuadas giran fundamentalmente en torno a cuándo se convierte una persona en un sujeto pleno según la ley.
Esclavos, minorías raciales, niños, miembros de una misma familia y homosexuales son, por dar algunos ejemplos, figuras que fueron dotados de la posibilidad de consentimiento o resistencia según la época.
El consentimiento que es la base de la legislación sobre violación resulta ser un concepto extremadamente maleable.

En el siglo XIX, el abuso no estaba relacionado con los estados interiores femeninos que expresaban deseo o rechazo sexual. La coacción y la falta de consentimiento, para definir el abuso sexual, pertenecen entonces, a una perspectiva relativamente reciente y ligada a modos particulares de producción.

Actualmente, incluso, parte de la investigación de una mujer violada es el pasado sexual de la victima. Tal es así que, la madre de una victima de violación la semana pasada decía a los medios “mi hija se viste estrafalaria pero no es provocativa. No se como pudo pasar esto”.
La medicalización y judicialización de las agresiones sexuales dio paso a que la criminología se preguntara: ¿tienen en común los agresores sexuales ciertas características físicas o psicológicas?
¿Qué fuerza biológica o ambiental han forjado al delincuente sexual? Prácticamente ningún teórico cree que la biología exista mas allá de lo social, casi todos coinciden en que hay una interacción entre ambos.
A partir de éstas preguntas se fue delineando una “ciencia de la degeneración”. La criminalidad del siglo XIX relacionaba la morfología corporal con el criminal violento. Havellock Ellis en EEUU fue un exponente de ello. Tributarios de las teorías de la “degeneración congénita”, asociaban y catalogaban morfología corporal y expresiones con los delitos que las personas cometían.
Estos “vástagos de una lujuria desmesurada”, como se señalaba en los informes, habían nacido en familias con casos de neurosis y a menudo los estigmas de la degeneración podían verse en sus columnas vertebrales irregulares, sus cabezas asimétricas y sus orejas con lóbulos adheridos. Generalmente se consideraba la degeneración como una afección hereditaria, por tanto congénita e incurable.
Los comentadores que caracterizaban a los violadores como degenerados o como reliquias de un pasado arcaico se inspiraban en las ideas sobre la evolución darwinista.
Otra teoría, adhería también al primitivismo y a los instintos pero señalaba que estos podían ser controlados por frenos ambientales poderosos.
Esto llevo a una teoría impregnada de prejuicios sociológicos en los cuales, generalmente, el abusador sexual es un individuo de clase social baja. Como señala un investigador: “el abuso sexual es el delito de los pobres, los trabajadores, los incultos y los anormales.”
En esta vertiente, el delincuente sexual de clase media podía reformarse y el perteneciente a la clase trabajadora, era incurable.
Los teóricos de la degeneración y los psicólogos evolutivos daban prioridad a la biología, pero existía un discurso paralelo que daba prioridad al entorno.
Según esta caracterización alternativa, los delitos sexuales deben atribuirse no a los cuerpos degenerados, ni a los procesos evolutivos sino a la perniciosa influencia de las sociedades corruptas. En otras palabras, la violencia en la zona de los centros urbanos habitados por familias de escasos ingresos generaba más violencia.
La importancia que se otorgaba a la amenaza de la violencia sexual que surgía de las casas pobres a principios del siglo XX, se hacía eco de los miedos mas generales que existían en torno a desordenes que podía provocar la clase trabajadora a la sociedad.
No obstante en su concepción solo era necesario poner cota a la libertad de los padres de casas humildes. Muy poco se decía acerca del incesto y los abusos sexuales que tenían lugar dentro de su propia clase social.
De esta manera, la pobreza generaba una subcultura violenta que combinada con las políticas, animaba a los hombres a desarrollar su agresividad contra las otras clases sociales, especialmente con las mujeres.
Paralelamente a los teóricos en torno a la personalidad del abusador sexual se pusieron en práctica numerosas terapias para acabar con el flagelo. La esterilización y la castración quirúrgica, primeros dos métodos a poner en práctica, atacaban la base de la actuación sexual masculina, con la ventaja añadida que tenia el hecho de fundir un imaginario terapéutico de progreso, con un imperativo punitivo mas satisfactorio.
Muy pronto se generalizó este tipo de procedimiento y muy pronto también fue mostrando sus fallas. Luego de eso, nuevas formas de disciplinar al delincuente sexual pasaron a primer plano sustituyendo al bisturí por procedimientos de modificación de la conducta que mostraban la misma radicalidad.

En la actualidad, algunas de las propuestas frente a la polémica instalada sobre el quehacer con los violadores, tienen que ver con: las pulseras magnéticas, la castración química, el registro de datos o penas más severas. Interroguemos cada uno de ellos.
Con respecto a la castración química hemos visto anteriormente, que su antecedente es la castración quirúrgica. Aunque la extirpación quirúrgica de los genitales de los delincuentes sexuales disminuyó desde la década de 1940, la castración en lugar de desaparecer, se refinó. Los equivalentes químicos proporcionaron el camino a seguir. Según sus defensores, el sexo solo era otro “impulso biológico” susceptible de tratamiento farmacológico. Estas alternativas no tardaron en mostrar sus fallas, ya que aquellas personas a las que se sometía a estos tratamientos debían ser seguidas de por vida para serle administrados los fármacos. Pero además, los estudios que las sustentaban eran sumamente contradictorios, en cuanto al químico responsable del excesivo impulso sexual, con lo cual la administración era efectiva en muy pocos casos.
Las pulseras magnéticas son otro recurso pensado para controlar vía satélite a los agresores sexuales que accedan a permisos de salidas, antes de cumplir la totalidad de la condena, la idea es prepararles gradualmente para la vida en libertad. Los dispositivos más sofisticados están dotados de un GPS, acompañados de un emisor poco mayor a un teléfono celular. Este mecanismo sitúa en todo momento al usuario sobre un mapa, que es supervisado 24 horas al día a través de un monitor. Quien está a cargo de la vigilancia, a su vez puede comunicarse mediante mensajes cortos en caso de que haya cualquier incidente. Este sistema permite establecer “zonas de exclusión” a las que los violadores no podrán acercarse sin que suene la alarma, tales como colegios, residencias de victimas de agresiones sexuales u otro lugar que establezcan los responsables del programa. A la persona monitoreada se le puede obligar a fichar a ciertas horas en su domicilio.
Sobre este dispositivo se advierte un carácter disuasorio. El objetivo es que el violador sepa que si hay una agresión sexual, el SP sabrá de inmediato si el sujeto se encontraba en las inmediaciones. Cabe destacar que la implementación de este dispositivo es muy costosa y trabaja sobre las consecuencias y no sobre las causas.
En lo que respecta a la confección de registros de datos personales o genéticos de los agresores sexuales, los mismos están destinados a que la comunidad en la que se reinserta el sujeto tenga conocimiento sobre esta situación. Mientras que la creación de un banco genético apunta a la futura indagación de este tipo de delitos cometidos o a cometerse.
Los datos que se registran corresponden principalmente a la identificación civil y física del sujeto -incluyendo, en algunos casos, fotografías e información genética- como así también la determinación de su lugar de residencia.
En cuanto a la consulta del registro, los proyectos varían entre los que proponen un sistema amplio, que puede ser consultado por cualquiera y los que condicionan la posibilidad de consulta, en principio, a una autorización judicial a fin de conocer si determinado individuo se halla o no incluido en la registración.
Los fundamentos de ambas iniciativas reconocen su escaso valor preventivo de futuros delitos. Pero, argumentan que, en una etapa posterior a su puesta en práctica, la existencia del registro podría ejercer una suerte de efecto disuasivo respecto de quienes, una vez cumplida la condena por delitos contra la integridad sexual y recuperada la libertad, sean conscientes de que su impronta genética ha quedado registrada y cuentan con pocas probabilidades de reincidir sin ser descubiertos.
En lo que respecta a los proyectos que apuntan a tratamientos especiales para condenados por delitos contra la integridad sexual, se propone establecer modificaciones al régimen penitenciario mientras estén cumpliendo la condena y aún después de ella. Que van desde el agravamiento de la pena, la eliminación de la posibilidad de obtención de libertad condicional, o reclusión por tiempo indeterminado, sin posibilidad de indulto, conmutación de pena, reducción de condena, ni acceso a ninguno de los beneficios liberatorios que otorguen las normas sobre ejecución de las penas privativas de la libertad, según los diferentes casos.
Hasta aquí, todos los proyectos revelan claramente la intención -con distinto alcance- de establecer el cumplimiento total y efectivo de las penas privativas de libertad respecto de los condenados por los delitos contra la integridad sexual, con el agravante que, en los casos en que se prevén penas de prisión o reclusión perpetua, no existe posibilidad para el autor de recuperar la libertad bajo ninguna circunstancia.



















Después de haber realizado este recorrido por las distintas repuestas posibles frente a la problemática que representan los violadores, podemos considerar que estos “tratamientos” no tiene en cuenta al agresor sexual como sujeto, ya que los mismos apuntan a la intervención directa del Estado sobre la persona del delincuente mediante la castración química o la severidad en la pena, pero sin modificación alguna en la posición de ese sujeto. Por otro lado, están las propuestas de intervenciones en el entorno social al que será reintegrado el agresor una vez cumplida la condena, mediante la creación de registros o dispositivos como las pulseras magnéticas, que delegan a la comunidad la tarea de prevenirse de posibles ataques sexuales.
Consideramos con todo esto, que pensar un tratamiento posible para los sujetos que cometen delitos contra la integridad sexual es imperioso. Asimismo, igual de imperioso es correrse del axioma del “incurable” sosteniendo la apuesta por algún posible tratamiento.
De lo expuesto anteriormente, surge que todos los intentos de curación o de evitación de la reincidencia, han apuntado más hacia la categoría generalizada del delincuente abusador sexual que a un sujeto.
El delito es una construcción histórica que responde a coordenadas sociales y económicas específicas, el sujeto lo toma como uno de los tantos ofrecimientos sociales y ocupa un lugar particular en la estructura. Por ello creemos que cualquier tratamiento que se desarrolle entre los muros de una cárcel debe apuntar en líneas generales a la responsabilidad, pero eso no debe hacer olvidar lo singular del sujeto.
El psicoanálisis es una disciplina de lo particular, no obstante eso, creemos que es ineludible una teorización orientadora.
Es necesario deconstruir aquellos imaginarios sociales que equiparan al delito contra la integridad sexual con la perversión. Para el psicoanálisis existen tres estructuras psíquicas: neurosis, psicosis y perversión. Tres formas de ubicarse como sujetos en el lenguaje y en relación a la castración. Tres formas de estructuración psíquica que dependen de los avatares biográficos del sujeto, pero también de la manera en que él mismo responde a ellos.
Creemos que el delito de abuso sexual es transestructural- tanto un psicótico, como un neurótico o un perverso pueden cometerlo- cada uno con sus particularidades.
A continuación haremos una distinción entre los conceptos de compulsión e impulsión ligados a la serialidad o el abuso sexual como un único hecho.
La impulsión es aquella acción en la cual el sujeto busca evitar la angustia mediante un acto de descarga. En la compulsión, tal vez ese mismo acto y en esas mismas coordenadas se vuelve repetitivo en un intento de búsqueda de una solución a un problema que la estructura plantea. Por ejemplo: un neurótico podría en algún momento de su vida sentirse extremadamente angustiado por que ha perdido su trabajo, porque su mujer lo abandona y cometer una violación como un único hecho que responde a su necesidad y completamente por fuera de su voluntad. En el caso de la compulsión un sujeto ante un hecho traumático de su vida, encuentra en la serialidad de los abusos sexuales una forma de montaje de una escena que le da la posibilidad de un intento de elaboración. Este intento por la vía del acto se verifica cada vez como fallido, lo cual lo reenvía a un nuevo comienzo.
Es importante para la dirección de la cura tener en cuenta la paradoja que plantea tener ante nosotros un sujeto coaccionado, obligado, por una fuerza que impele en él mucho mas allá de su querer, que a la vez toma y coacciona sobre el otro. Este mucho más allá de su querer nos plantea la cuestión de la responsabilidad. Para el psicoanálisis el sujeto es siempre responsable, aun de no haber interpuesto allí un límite entre él y eso que lo toma.
No debe confundirse culpabilidad y responsabilidad. Para Lacan, el sujeto es siempre responsable de sus actos; de esto no se desprende su culpabilidad en el sentido jurídico del término.
Un tratamiento que se desarrolla dentro de los muros de una cárcel no debe desconocer la institución en la que se incluye. Si bien se apunta al sujeto en sus particularidades, ese sujeto es también sujeto del discurso jurídico, ha cometido un delito y se le ha impuesto una condena o una medida de seguridad.
Desde la perspectiva psicoanalítica, y a diferencia del ámbito penal (en tanto que los términos responsabilidad y culpa no se superponen necesariamente) surgen las preguntas de cómo reconoce el analista la responsabilidad de un sujeto, si acaso esta supone una confesión o el reconocimiento yoico de lo acontecido. El asentimiento subjetivo de haber realizado un crimen no está supuesto necesariamente en la afirmación “yo reconozco”. La responsabilidad del sujeto, que involucra la toma de posición frente al delito cometido no coincide con la supuesta responsabilidad yoica determinada como resultado de un juicio criminal o por una simple confesión del yo.
Un sujeto puede sentirse responsable de un crimen que no cometió, mientras que otro, culpable ante la ley, podría no subjetivar la responsabilidad de su acto.
Esta disyunción introduce la necesidad de reflexionar acerca de la intervención del analista en campos ajenos a lo específicamente psicoanalíticos, para determinar cuál es su función y evitar así que se diluya en un discurso común.
Culpa, responsabilidad y castigo, son categorías utilizadas tanto por el discurso jurídico como por el discurso psicoanalítico.
El examen de un delito nos conduce inevitablemente al entrecruzamiento entre dos dimensiones, la referida a la estructura y la que remite a la contingencia del acontecimiento imprevisto que desencadena el acto criminal. Las acciones no son independientes de la estructura. Dentro de la determinada configuración estructural se aloja la “maquinaria original del sujeto” y allí es donde se incluye la irrupción del acto delictivo.
En nuestra experiencia, no es la referencia a la ley el camino para que estos pacientes comiencen a hablar y a estar en el dispositivo, sino la sintomatización vía la palabra de aquello que los toma y a lo cual no es posible dar una respuesta subjetiva en el momento del hecho.
En este punto, hay que aclarar que, en el trabajo con estos pacientes es necesario un trabajo previo al análisis en el cual se pone en forma la relación del sujeto con la palabra, que si bien es lo que siempre hacemos, toma un matiz particular.
En un primer momento, debe hacerse un trabajo de historización, de ordenamiento de hechos, que tomarán luego el estatuto de escenas cuando, hablar de su posición le permitan situarse en ellos.
En general encontramos una serie desordenada de recuerdos sin temporalidad ni causalidad que debe ordenarse.
En un segundo momento, ubicamos en esas escenas lo que se repite, lo que hay de común y es allí donde aparece el elemento compulsivo. Tal vez sin relación con el hecho delictivo, en otros avatares biográficos de la vida del sujeto, como puede ser la adicción a las drogas, la violencia, los robos.
En principio, el término compulsión, está ligado al apremio, a una obligación. Implica siempre una coacción, una fuerza que impele sobre alguien incluso más allá de su querer. Lo cual ya nos plantearía qué relación tiene con el deseo.
La idea es ubicar, en los avatares biográficos de la vida del paciente, las coordenadas significantes y pulsionales que organizaron la compulsión, con la apuesta de que en determinados puntos, la compulsión puede cesar.
Se trata de desarmar la compulsión y derivar la pulsión hacia otros fines que posibiliten para el sujeto el lazo social y que no se constituya en un sujeto peligroso para sí y para terceros.
Es necesario consignar que es indispensable que el paciente se disponga al tratamiento, que pueda poner en juego las palabras y las escenas que organizaron la compulsión al sometimiento del otro.
La disposición al tratamiento puede no dirigirse específicamente al hecho delictivo.
Puede suceder que el análisis del mismo no sea puesto en juego particularmente en su transcurso.
Es posible que el paciente, vía otros temas que no funcionan en su vida, llegue a esto o solo lo haga por alusión.
La cuestión fundamental es tener en el horizonte que no es necesario que el paciente hable precisamente de la escena sino que esta puede estar todo el tiempo presente en la manera de gozar y en la posición subjetiva que el paciente relate en hechos anodinos o en aparente falta de conexión con los abusos.
La hipótesis que guía el trabajo con estos pacientes es que la compulsión es una de las maneras de una pulsión que no tiene un pasaje por el otro y, que vía el diagnóstico estructural y la particularidad del caso debe, si el paciente asiente subjetivamente, encontrar otros cauces.
Una consideración aparte merece el tratamiento del pasaje al acto psicótico y la debilidad mental en los abusos sexuales. Como una primera aproximación al tema, diremos que el pasaje al acto psicótico en relación a los abusos sexuales, es parte del delirio y debe ser tratado en sus términos. A continuación presentamos una viñeta clínica que nos permite pensar esta cuestión.

Oscar tiene 65 años y está detenido en una cárcel común. Desde lo judicial, el problema se presenta porque el sujeto ya ha cumplido su condena y no se escucha ninguna modificación de su posición subjetiva en relación a los hechos cometidos. Se lo diagnostica como perverso y no se le propone tratamiento a lo largo de los 14 años que ha pasado detenido.
Se sostienen dos entrevistas con él para intentar despejar la cuestión diagnóstica para establecer un plan de puesta en libertad, a pocos meses de que eso ocurra.
Oscar abusó de sus 4 hijos menores. No tiene causas anteriores.
Relata que vivía con su mujer y sus hijos y trabajaba en un taller mecánico a pocas cuadras de su casa. Se expresa con un discurso orientado y coherente sin que aparezcan en principio ningún fenómeno elemental, delirio o trastorno del lenguaje que indiquen una psicosis.
Al relatar sus hechos biográficos, cuenta que se ha mudado varias veces. Al ser interrogado sobre esto, dice que siempre, en cada barrio, al tiempo de vivir allí, aparece un hombre (siempre distinto) que se comporta como “una mujer”, interrogado sobre esto responde que “quiere saber de su vida, meterse, chusmear”. Cuando esta figura aparece, Oscar y su familia se mudan.
Cuando se le pregunta por los hechos que lo llevaron detenido, Oscar dice que está arrepentido, que no sabe qué le pasó. Nunca antes había hecho una cosa así, dice.
Interrogado por las circunstancias en que comenzó a hacer esto, dice que él se había hecho de un amigo en el barrio. Este amigo venía a tomar mate con él “en principio parecía buena persona”, dice. Y después “pasó lo de siempre”, “quiso saber cosas”, “me preguntaba”, se puso como una mujer, como una chusma de barrio.
Ante esto, Oscar relata que intenta mudarse, su mujer, esta vez, se opone, alegando la escolaridad de los niños y la necesidad de tener un domicilio fijo para que éstos puedan hacer amigos.
“Ahí supe que esos chicos no eran míos”, dice Oscar: “Empecé a fijarme que ella venía tarde del trabajo y supe que me engañaba. Miraba a los chicos y me di cuenta que ninguno se parecía a mí. No dormía, estaba nervioso, les gritaba. Fue ahí cuando empezó todo.”
Una vez, estando en el trabajo pensé “tengo ganas de estar con los chicos”, entonces fui y les hice eso. Fue horrible, yo tenía ganas de pedirles perdón pero el daño ya estaba hecho.
Interrogado sobre la escena en particular, Oscar no refiere más que “les hice eso”, no hay allí una escena en la que pueda ubicarse.
Oscar se inscribe entonces en una estructura psicótica. El acto perverso tiene lugar pensamos, en el marco del delirio, como un intento de restitución subjetiva del brote en curso en el momento del hecho.
Hasta ese momento, con las mudanzas, Oscar había podido alejarse de las figuras que se le aparecían como perseguidoras. Al no poder hacerlo, aparece el desencadenamiento.
En este caso, un posible tratamiento hubiera estado orientado a que Oscar pudiera arreglárselas con estas figuras que se le aparecían como intrusivas.

Se trata de pensar en la particularidad de cada caso, qué lugar ocupa el sujeto en relación al acto de abusar sexualmente de otra persona.
Lo “sexual” como homologado a la genitalidad debe cuestionarse. Sí, se trata de lo pulsional en juego pero lo genital, la penetración, es solo un instrumento. La compulsión y el sometimiento del otro, son los factores comunes.
Por eso consideramos, como expresamos en el desarrollo anterior, que cualquier tratamiento que apunte estrictamente a lo genital o a frenar lo genital en juego está destinado al fracaso, ya que la compulsión y el sometimiento encontrarán otros cauces, otras maneras.

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