Una mujer, al referirse a su primer amor en la adolescencia,
dice que ella experimentaba algo muy extraño en el cuerpo. Cuando su pareja –un
hombre mayor que había sido escogido como objeto de amor a partir de una
referencia paterna– se acercaba, a una cierta distancia donde sus cuerpos aún
no podían tocarse, todo su cuerpo comenzaba a temblar, sus piernas se
debilitaban y sólo con dificultad se mantenía en pie, porque, como ella misma
decía, todo su cuerpo comenzaba a gozar locamente. Esa pasión no duró mucho. El
efecto de esa experiencia fue una defensa radical contra ese goce. Pasó a vivir
dedicada al amor materno por su hija y descartaba constituir una pareja con un
hombre porque “es difícil para un hombre vivir conmigo, pues cuando tengo un
hombre preciso tener relaciones sexuales todos los días”. La defensa era: vivir
sin un hombre.
Ese goce del cuerpo fue nombrado por Lacan como “goce
femenino” a diferencia del “goce fálico”. Este último se experimenta de un modo
puntual, localizado en un determinado contexto o en zonas específicas del
cuerpo; está articulado a lo simbólico, marcado por la castración, por un
límite. Es muy diferente del goce femenino, que no conoce límites ni zonas específicas
del cuerpo, instituyéndose así como un goce desmedido.
Tanto las mujeres como los hombres pueden aproximarse al
goce femenino. Sin embargo, como las mujeres no tienen pene se encuentran más
abiertas a la posibilidad de experimentar ese goce del cuerpo. Los hombres
tienden a ocuparse y a embrollarse con el funcionamiento de sus penes, que
toman como referencia para su masculinidad, poniendo así una distancia al goce
del cuerpo. Las mujeres, cuando comienzan a experimentar ese goce del cuerpo,
tienden a asustarse por su fuerza incontrolable: ¿será que me estoy volviendo
ninfómana? ¿Van a pensar que soy una puta? Temor muy presente en las mujeres ya
que la voz del superyó toma, comúnmente, la forma de la injuria: “Puta”.
Son muchas las ocasiones en que una mujer podrá escuchar,
desde la voz del superyó, la injuria silenciosa “puta”: cuando se presente muy
disponible a las demandas sexuales de los hombres, o si son muchos los hombres
con los que transó, o cuando es mujer de un solo hombre pero disfruta del
placer sexual por demás, o si la frecuencia con la que desea tener sexo es
mucha, o si es infiel al marido, o si usa ropa provocativa, en fin, una lista
infinita de situaciones donde una mujer es tomada por su sexualidad. La voz
silenciosa del superyó tampoco descansa cuando una mujer desiste de su
sexualidad, sea por la vía de la maternidad, sea intentando ser santa o
haciéndose la niña ingenua. Freud decía que los grandes moralistas que buscan
la santidad son atormentados por la culpa y se sienten los peores pecadores, es
decir que reprimir los impulsos sexuales no libra al sujeto de la culpabilidad
impuesta por el superyó.
En las mujeres histéricas, la culpabilidad superyoica
generalmente se mantiene en el registro del inconsciente. Aun cuando una mujer
venga a decir “soy una mujer moderna y, por la tanto, soy dueña de mi cuerpo”,
eso no significa que esté liberada de su superyó. La injuria superyoica puede
advenir en el temor “pero ¿qué va a pensar él de mí?” o “¿qué va a pensar todo
el mundo de mí?”. Así las mujeres proyectan en su pareja, o en “todo el mundo”,
la voz de su propio superyó.
El goce femenino es solidario de una vivificación de la
mujer, mientras que el goce del superyó conduce a la mortificación. El problema
es que la gran mayoría de las mujeres se defiende del goce femenino porque el
superyó, vertiente mortífera de este goce, tiende a infiltrarse fácilmente
cuando se lo experimenta. En otras palabras, hay en las neurosis femeninas lo
que Lacan denominó “estrago”, que corresponde exactamente a la infiltración de
ese goce mortífero del superyó en el campo del goce femenino.
Hay relatos de mujeres en los que, si bien dicen de su
experiencia en relación con el goce femenino, se trata de un goce femenino
fuertemente infiltrado por el superyó y, como resultado, a la experimentación
de un profundo éxtasis le sigue un estado de mortificación, culpa o
devastación. Otros relatos de mujeres hablan de la experiencia de un estado
avasallador poco común. Se trata de fenómenos que indican la entrada en la
dimensión de la vertiente mortífera del goce del cuerpo. Así, una mujer no
experimentaba ninguna sensación de libido con relación a sus actividades
diarias: dar clases en la universidad, atender pacientes, ocuparse de su hijo.
Su sensación era que ella no existía, era apenas un semblante de lo que
intentaba demostrar para los otros, pues nada sentía en su cuerpo. Ella se
sentía una cáscara vacía sin su ser. A la noche, cuando se desocupaba de sus
quehaceres y se encontraba sola, experimentaba en su cuerpo la sensación de un
horror tan profundo, tan terrorífico que sólo le advenía una significación: voy
a morir. Así alternaba dos estados: un estado de ausencia de sí misma, también
cuando estaba en contacto con sus parejas; y, cuando se encontraba sola, en
contacto consigo misma, experimentaba todo su cuerpo tomado por una sensación
de muerte. Este tipo de experiencia no es común: se trata de una travesía en el
campo del goce mortificante, lo que generalmente resulta en un efecto de
decisión subjetiva de salida del campo del estrago, operando una separación del
goce femenino del goce mortificante al que estaba enganchado. Así, una mujer
podrá usufructuar la experiencia del goce femenino extrayendo de allí una
vivificación, además de pasar a tener condiciones subjetivas para no alojarse
en el estrago.
“Sínthoma”
Lacan define el sínthoma (sinthome) como el modo singular de
goce de cada uno. Se trata del goce del cuerpo, un goce sin ley que reside en
el silencio, un goce esencialmente singular, privado, no transmisible ni
compartido. En las neurosis, ese modo singular de goce se mantiene recubierto
por la fantasía, al tiempo que es desvirtuado por las defensas, aunque
manteniéndose como el eje que subsiste en lo real. Hablaré ahora de la mujer
como sínthoma de otro cuerpo: la mujer como sínthoma del cuerpo del hombre.
Pero, si ese goce es singular, ¿cómo una mujer podrá ser sínthoma del cuerpo de
un hombre?
Cuando un hombre elige como pareja una mujer adecuada a sus
condiciones de goce, esa mujer asume para este hombre la condición de funcionar
como su sínthoma. Les traigo un ejemplo clínico. Un hombre, que tenía fuertes
dificultades para asegurarse su virilidad, se casó con una mujer que le
permitía sustentar frente a ella una posición viril. Sin embargo, restaba una
cuestión inquietante: el temor de que ella deseara tener un hijo suyo, ya que
él no se sentía en condiciones subjetivas para sustentar una paternidad. Cuando
la conoció, ella ya tenía un hijo con quien él estableció una relación de
compañerismo, satisfactoria para ambos pero que no correspondía exactamente a
una posición de paternidad. El sólo pudo apaciguar el tormento relativo al
temor de la paternidad cuando su mujer hizo una menopausia precoz, antes de los
40 años. ¿De qué modo esta mujer es sínthoma del cuerpo de este hombre? En la
subjetividad de ella tiene que haber algo, ya que sólo después de conocerla
pasó a experimentar una posición viril en el campo del sexo y el amor, y se
decidió a casarse. Y ella respondió de modo efectivamente acogedor, al encarnar
en su propio cuerpo la marca del sínthoma de él, cuando la menopausia precoz
instituyó en su cuerpo el impedimento a la paternidad.
De este modo, ellos establecieron una pareja muy bien
fijada, de tal manera que podríamos decir que, en este caso, hay una relación
sexual, como dice Lacan en el Seminario 23: “Allí donde hay relación (sexual)
es en la medida en que hay sinthome, esto es, en que el otro sexo es soportado
por el sinthome. Me permito afirmar que el sinthome es precisamente el sexo al
que no pertenezco, es decir, una mujer”.
En un texto más antiguo, La dirección de la cura y los
principios de su poder, Lacan mencionó el ejemplo clínico de un paciente suyo
que había presentado una impotencia frente a su amante y entonces “le propone que
se acueste con otro hombre a ver qué pasa”. Esa misma noche ella tiene un sueño
e inmediatamente se lo cuenta a él: “Ella tiene un falo, siente su forma bajo
su ropa, lo cual no le impide tener también una vagina, ni mucho menos desear
que ese falo se meta allí”. Lacan agrega: “Nuestro paciente, al oír tal,
recupera ipsofacto sus capacidades y lo demuestra brillantemente a su comadre”.
El inconsciente de la mujer produjo un sueño que funcionó para el hombre como
una interpretación analítica reasegurándole su virilidad. Lacan señala, en
ella, “la concordancia con los deseos del paciente, pero más aún con los
postulados inconscientes que mantiene”. Al formular esta concordancia entre la
mujer y los postulados inconscientes de los deseos del hombre, Lacan anticipaba
lo que posteriormente formuló como mujer sínthoma del hombre.
Casados con el superyó
Hay otros casos de pareja sinthomática en los que se
verifica una prevalencia de goce superyoico en la fijación del lazo. Algunos
hombres buscan análisis subyugados por las quejas proferidas por su mujer, al
punto de presentarse como culpables de todas las cosas de las que son acusados:
se presentan alienados en el discurso de su mujer, sintiéndose siempre en deuda
con ella, una deuda eterna, inextinguible, frente a la cual sólo él encuentra
una posibilidad: torturarse. Uno de estos hombres, cuando se dio cuenta de las
artimañas de su mujer para hacerlo sentir siempre culpable, y conociendo
algunos términos psicoanalíticos, dijo: “Ahora sé que me casé con mi superyó”,
nombrando así la vertiente sinthomática que su mujer encarnaba; él mantenía la
convicción de su culpabilidad a pesar de ofrecerle a su mujer amor, sexo,
fidelidad, los hijos que ella quería y su trabajo desmedido para aumentar el
patrimonio para uso de ella. Este ejemplo clínico da noción del usufructo que
la mujer extraía de la posición de sínthoma del hombre. Aunque tal usufructo
puede cuestionarse desde una perspectiva ética, es también evidente que la
culpabilidad cultivada en él era la condición para que se mantuviera la pareja.
No siempre las mujeres se dan cuenta de la importancia que ellas tienen para el
hombre en la condición de sínthoma.
Las mujeres, en su propia neurosis, pueden terminar
encerrándose en el campo de la devastación. En ese mismo Seminario 23, Lacan
dice: “Si una mujer es un sinthome para todo hombre, queda absolutamente claro
que hay necesidad de encontrar un otro nombre para lo que el hombre es para una
mujer (...) Se puede decir que el hombre es para una mujer todo lo que les
guste, a saber, una aflicción peor que un sinthome (...) Incluso es un
estrago”. El estrago es el gran tormento femenino en las neurosis, y lleva a la
mujer a sentir, pensar y actuar contra su propio deseo de ser feliz en el amor.
En el estado de enamoramiento el estrago podrá advenir bajo
el modo de un temor a sufrir, a perder el amor, a ser engañada, desvalorizada,
temores superyoicos inconscientes sobre la sexualidad femenina. El estrago
acaba produciendo un estado tan aprensivo que la estrategia utilizada por
algunas mujeres para apaciguar ese tormento acaba siendo una trampa peligrosa.
Muchas veces piensan que, para no perder el amor de su pareja, lo mejor sería
convertirse en la Mujer que él desea, respondiendo a las demandas de él, a sus
exigencias, y entregarse a ese servilismo de modo incondicional, otorgando a la
mortificación su vida, sus posesiones, su ser, su cuerpo y su existencia.
Recibí en mi consultorio una mujer que no entendía por qué
no había continuado su carrera universitaria en dirección al doctorado. Se
presentó como feliz en su matrimonio, diciendo que había compañerismo y que las
decisiones sobre la vida de la pareja eran siempre tomadas democráticamente en
diálogos amistosos. El análisis le permitió constatar que esa versión sobre su
casamiento, en la cual ella había creído hasta entonces, era una gran mentira.
A través de la subjetivación de elementos hasta entonces inconscientes
descubrió que los muebles y la decoración de su casa, que había decidido en
conjunto con su marido, no correspondían en nada a su gusto, sino
exclusivamente al gusto de él. Advirtió que los diálogos que mantenía con su
marido eran sólo oportunidades para descubrir lo que él quería a fin de decidir
conforme al deseo que ella suponía ser de él. Se dio cuenta de que no había
hecho el doctorado para que su marido no se sintiera avergonzado con su propia
carrera profesional, que ella consideraba mediocre. También se dio cuenta de
que había engordado mucho para no sentirse bonita, intentando evitar el riesgo
de desear y ser deseada por otros hombres. Un síntoma que la atormentaba y que
había sido motivo de la demanda de análisis –despertaba en la madrugada
sintiendo que estaba muriendo– mudó radicalmente: percibió que las reacciones
corporales que experimentaba como preanuncio de muerte correspondían a intensos
orgasmos, vividos en los sueños. Comenzó así a distanciarse del impulso de
entregarse ciegamente a las demandas de su pareja, admitiendo para sí misma sus
sueños y deseos olvidados, avanzando en la dirección de vivificar su cuerpo de
mujer, antes mortificado por la devastación.
* Texto extractado del trabajo “Mujer, sínthoma del hombre”, que puede leerse completo en Virtualia, revista digital de la Escuela de la Orientación Lacaniana, Nº 28, julio de 2014, http://vir tualia.eol.org.ar/
Por: Leda Guimaraes
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