Texto Publicado por laPsicoanalista Blanca Sanchez en la Revista Conclusiones Analíticas. Año 1 Nª 1
Una palabra sobre el sufrimiento
Una palabra sobre el sufrimiento
Si fuéramos condescendientes con la repartición de la
histeria para las mujeres y la neurosis obsesiva para los hombres, diríamos que
sufrimiento es un término que a ellas les cuadra bien; pues mientras ellos son
los atormentados por los pensamientos, ellas serían las sufrientes del cuerpo,
de la queja, del amor…
El sufrimiento como tal nombra un goce que mortifica;
recordemos si no, la idea freudiana del placer en el dolor, goce del padecer
anudado a la pulsión de muerte en su más allá del principio del placer.
¿Por qué las mujeres sufren por amor?
Las mujeres (o las histéricas) sufren por muchas cosas, pero
en especial sufren por amor. El sufrimiento aparece ya en relación al primer
objeto de amor: la madre. Freud, y después Lacan, han subrayado el estrago que
la relación con la madre puede ser para algunas mujeres, por no decir todas,
porque no lo son. Se trata del odioenamoramiento, no sin su relación al
complejo de castración, pues el primer reproche que la niña hace a la madre es
el hecho de no haberla provisto de pene. Desde ahí, una catarata de reproches,
quejas y reivindicaciones se desata.
Para peor de males, ocurre que muchas veces el partenaire
amoroso es elegido sobre el modelo materno; entonces, lo que antes recaía sobre
la madre, ahora recae sobre el hombre. No solo los reproches, también las
demandas que se exige satisfacer de un lado y del otro. Segundas nupcias, para
Freud, serán más venturosas, pues se elegirá al candidato, esta vez, sobre el
modelo paterno. Pero sepamos que en el desplazamiento de la madre al padre, las
cosas no irán mejor para las mujeres, pues freudianamente hablando, sin recibir
de la madre el pene reclamado, y por la ecuación simbólica, pasará la niña a la
demanda de un hijo al padre, demanda imposible si las hay, pues demandará un
objeto que nunca le podrá ser otorgado. En este punto, cómo no evocar esas elecciones
amorosas de las mujeres en las que siempre esperan de su pareja justamente
aquello que no puede darles, y de eso, sufren.
Estamos en el amor como repetición, armado sobre el molde
edípico, por el cual la prohibición y la sustitución van de la mano. Si el
primer amor es el objeto prohibido, el que venga, o los que vengan serán burdos
sustitutos, "nunca el genuino". La versión freudiana del amor no deja
de tener su tinte melancólico y absolutamente alienado a lo necesario de la
estructura.
Como si esto fuera poco, en la sustitución de la madre por
el padre, queda un resto que se pondrá la máscara de la obscenidad y ferocidad
del superyo. Ni Freud creyó que el superyo en las mujeres era menos impersonal
y severo que el de los hombres; porque después de todo, para hablarnos de los
que fracasan al triunfar y su relación al superyo, habló de tres mujeres… Será
ese resto que no se metaforiza el que alimente al superyo llamado materno que,
con sus demandas infinitas de goce ilimitado, puede anudarse no solamente a la
madre o a cualquier personaje de la vida cotidiana que lo amerite, sino también
al partenaire amoroso.
Además, Freud ubicó que el equivalente de la angustia frente
al superyo de la neurosis obsesiva, era para la histeria la angustia frente a
la pérdida del amor que podría ser vivida como angustia de castración. Ahora,
al amor, se enlaza también la angustia.
La relación con la madre como una pesada cadena, dirá Freud,
tira para atrás en el encuentro con un hombre, pero también del encuentro con
el Otro sexo.
Siguiendo la vía del estrago, para Lacan, mientras una mujer
puede ser síntoma para un hombre, la recíproca no será válida, lo que está por
verse. Pero de lo que se trata es de ubicar que un hombre puede ser para ellas
algo más que un síntoma, puede ser un estrago. Si articulamos esta idea con la
afirmación de que no hay límites para las concesiones que una mujer puede hacer
para un hombre: de su cuerpo, de su alma de sus bienes, si ella entrega todo en
el amor, podemos suponer que por eso queda arrasada cuando dando todo a cambio
de todo, a veces no recibe del otro nada. Lo cual limita, entonces, las
concesiones, porque si fueran sin límites no esperarían nada a cambio. Y ahí,
otra vez, el sufrimiento.
La clínica y la calle nos enseñan además sobre la caída
estrepitosa de una mujer cuando se acaba el amor, que puede ir de la tristeza a
la depresión, hasta confundirse con la melancolía. Porque además, no habiendo
con qué identificarse en su ser mujer, será el amor una de las vías por las cuales
intentará hacerse un ser. El ser quedará así arrasado cuando el amor se ha
perdido.
Entonces, una mujer sufre por el originario amor a la madre,
al padre, por el amor al partenaire que encarna el superyo; en fin, por el amor
como repetición cuando se enlaza a un goce mortificante por el solo hecho de no
poder hacer frente a la castración sino que la vela con el engaño y la ilusión.
Cuanto más deslumbramiento, encubrimiento y engaño se juegue en el amor, mayor
será el sufrimiento. Cuanto más encadenado a lo necesario de la neurosis,
también.
Otro goce en el amor
Sufrir por amor es, entonces, el amor en la neurosis,
capturado en las condiciones elaboradas con los emblemas familiares, y
sostenido en la lógica del fantasma que construye la ficción de una relación
sexual allí donde no la hay, para obturar el encuentro con el Otro sexo, con el
Otro goce. Entonces, ¿es posible pensar en un goce diferente en el amor?
Miller ha ubicado claramente el anudamiento entre el amor y
el goce para las mujeres. Mientras que para los hombres, en su goce del órgano,
se puede muy bien gozar en silencio y en la soledad del fantasma, en ellas el
goce se entrama con el amor. Y si el amor es dar lo que no se tiene, qué mejor
modo de dar lo que no se tiene que a través de las palabras. De ahí la serie:
hablar, amar, gozar.
Pero, tal vez, se trata de lo ilimitado de un goce jugándose
en lo ilimitado del amor, un amor más allá de los límites de la ley del Edipo.
Un goce no sin el amor.
En la disparidad de los sexos, los hombres son los
partidarios del deseo, y las mujeres las apelantes del goce, apelación que es
también al sin límites, por el carácter de ausencia, de vacío del goce
femenino. ¿Cómo podría no solamente un hombre, sino una mujer, soportar
semejante apelación al goce, sin que eso devenga superyoico? Solo cuando la
figura del Otro pierda su consistencia y cuando se modifique la relación a la
castración habiendo asumido la pérdida del objeto, por lo que el amor solo será
una significación vacía. Así, aún cuando en la vida algún objeto de amor se
pierda, podrá vivirse con la dignidad del dolor, pero sin el regodeo en el goce
del sufrimiento.
Se pondrá en juego, entonces, una versión del amor en la que
se trata menos del reencuentro y más de la invención, del lado de la contingencia
y del azar. Pues en la contingencia es donde se da el encuentro de lo que en
cada quien marca "la huella de su exilio de la relación sexual".
Entonces, no será el sexo el que logre que los seres hablantes se vuelvan
partenaires, sino solo el sínthoma, como modo de goce. Al fin y al cabo, el
amor no sería más que ese encuentro sintomático y contingente, en el que se
juega el goce del Uno, no sin el Otro.
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